Ese día, cuando desarmaste las palabras, se me vinieron las letras
encima. Las E y O me volaban por arriba de la cabeza, la S se me quedo enroscada en el
cuello y la A como
un gran triangulo en medio de la frente.
Durante días quise volver a armarlas. Las ponía al derecho y al revés
para ver de qué forma cobraban sentido.
La O me resonaba, cóncava, intensa.
Sentía su vibración grave en los oídos y la garganta. La S estaba toda retorcida y no
lograba desarmarla. Pero la A
fue desde ese momento una incógnita. Se me había clavado en la frente y ya la
tenía entre la carne y la piel. La llevaba pintada de bordo, con sus tres
puntas, para todos lados. Me di cuenta cuando me miraban por la calle. Algunos,
extrañados, no se animaban a acercarse, otros se me ponían en frente, cara a
cara, con una sonrisa y se quedaban perplejos ante mi frente. Dicen que a
través de ella veían una proyección, que se adentraban en un mundo de horizonte
infinito. Yo iba llenándome de imágenes, historias, personajes y recuerdos.