Abrirle las piernas al alma, bastardearla, dejarla que se
ensucie, denigrarla. Meterle los dedos hasta lo más profundo. Observarla.
Descubrir sus placeres. Abrazarla. Besar su inocencia, hacer que se entregue
con delicadeza, sutileza. Dar a luz su lado más salvaje. Mostrarle otros
caminos posibles que la alejen de los pensamientos. Los encuentros con la mente
le producen los encantos más violentos. Se enamora de ilusiones, de imágenes y
anhelos. Su peor enemigo le dibuja cartografías limitadas. Se empaña, se
engaña. El deseo aparece disfrazado con distintos velos. Y cuando menos lo
piensa pasea de la mano con la mente, soberbia, indiferente, que poco sabe de
entregarse. Soltarle las amarras al alma no sólo es liberarse, es encontrarse. Dejar que las tormentas la hagan navegar hacia sus propias
oscuridades. Lograr que tambalee y se rompa en
pedazos para que aprenda a volver a armarse, a amarse. Todavía me falta eso.
29 agosto 2015
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